viernes, 15 de mayo de 2009

Stories from the city. Stories from the sea.

Stories from the sea.
Tristeza mira el mar. Un inmenso azul profundo que dibuja una línea en el horizonte, al final de todo lo conocido. Ella puede nadar. Pero esa línea del horizonte nunca desaparecerá. Nunca sabrá que hay más allá de esa línea. No le importa descubrir el misterio detrás. Esa línea nunca le dirá más de lo que ella no sepa, nunca significará algo para ella. Siempre será la misma línea burda al final de todo. Él es esa línea.

A ella nunca le interesó él.

La sal en el aire se adhiere a su rostro. Con su bella mano seca sus mejillas, removiendo lo salino del ambiente y de sus lágrimas. El agua espumosa se adhiere a sus pies. La calidez del agua cautiva su piel. La hace pensar en lo bello de sentir. Ella quiere sentir. Ella piensa en todo lo que él hizo por ella. Quiere recordarlo. Una inmensa cortina de plomo se interpone entre ella y sus recuerdos. Lo ha olvidado. Ella recuerda nunca haberle dicho algo alentador. Él y todos sus esfuerzos, él y todos sus poemas, sus historias banales. Él. Un hombre que en teoría era el ideal. No fue suficiente. Los sentimientos no se basan en teorías. Solo son.

Ella busca el amor. Mira el naranja intenso del sol, moribundo, como todos sus sentimientos. A ella no le queda más que suspirar, cada tarde lo hace, mientras observa como se marchan los días detrás de esa inmensa línea que dibuja el mar en el horizonte.

Las penumbras de la noche lo cubren todo, incluido su corazón.

Stories from the city.
Siempre sentado a lado de su ventana. Escribiendo. Mirando como se le escapa la ciudad. Hace tiempo que se le escapó el amor, entre las líneas de sus escritos. Él no hace más que recordar los besos de Tristeza, en los que se perdía a diario entre fantasías descabelladas. Ella. Ella iluminaba sus días. Ella lo miraba de una forma muy triste. Ella sabía que no lo amaba, y que nunca lo iba a hacer. Él nunca dejó de soñar. No podía dejar de ver el cielo en sus ojos después de cada beso que le propinaba.

Era ella...Tristeza.

La que le quitaba el sueño. Le quitaba el aliento. Le quitó sus sueños. Lo dejó sentado en una silla, inventándose historias de todo lo que pudo ser y nunca fue. Ella se marchó. Solo le dejó 25 minutos encerrados en una caja. En esa vieja caja de madera él guarda sus caricias, el éxtasis de sus cálidos besos y el aroma de su cuerpo. Guarda todas las remembranzas de esa hermosa mujer que le inyectó bellas ilusiones a su desgastado cerebro. La caja permanece sellada. Él tiene miedo que se le escape lo último que tiene de ella. Ya se le escapa esta ciudad, como se escapó ella, y como se le escapó el amor.

Y así pasa el tiempo. Callado. Guardando secretos de un triste corazón que quisiera dejar de susurrar y comenzar a gritar.

En sus historias, él nunca podrá explicar el profundo amor que sintió por Tristeza. Las palabras no sirven, carecen de valor. Si así fuera, todo perdería sentido. ¿Qué sería de la música si pudiese describirse con palabras? No existiría, tendría ausencia de sentido. Es por eso que las palabras se ven rebasadas cuando en lo más hondo de su ser, le surge el recuerdo de Tristeza.

La vida no existe en las amarillas páginas de los libros, existe en la embriaguez de los sentidos, de la conciencia. La vida no está emparedada en cuatro muros. La vida, su vida, se encuentra posada en los bellos labios de Tristeza.




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